miércoles, 22 de abril de 2009

"Si yo mismo fuera el invierno sombrío"

“Si yo mismo fuera el invierno sombrío”

Guillermo Kuitca. Si yo fuera el invierno mismo. 1985.


El primer capítulo de la novela “Respiración artificial” (1979) de Ricardo Piglia se llama “Si yo mismo fuera el invierno sombrío”. Más adelante aclara que se trata del nombre de un cuadro de Frans Hals (1580-1666).
La guerra de los “Ochenta años”, que finalizó en 1648 con la independencia de Holanda del Imperio Español, prácticamente atravesó la existencia de Hals. Su prestigio estuvo basado en su habilidad para el retrato. Se le conocen 170 retratos individuales y más de una docena de retratos colectivos. En ninguno aparecen referencias a los vaivenes políticos de la época, de alguna manera buscó borrar la carga dramática que tenía el entorno de sus retratados.
Por eso me llamó la atención ese título romántico y autorreferencial, no iba con un tipo prosaico como Hals . Fue contemporáneo de Rembrand, y después de fallecidos ambos, los cuadros de Hals, por una de esas cosas de la moda y el mercado, pasaron a cotizarse mucho más que los del genio de Amsterdam; llegaron al punto de borrarle la firma a los Rembrands y firmarlos como Hals. Situación que ha subsanado el siglo XX, cuando se dieron cuenta de quién era el bueno.

Volviendo al tema del título, anduve toda una tarde de aquí para allá, consulté bibliografía y por supuesto también “googlié”, pero sin resultados positivos, por lo que sospecho que el cuadro es apócrifo o es una confusión con otro pintor flamenco, de esos que pintaban frutas con un jabalí muerto. También podría ser con alguno de esos cuadros de Giusseppe Archimboldo dedicados a las estaciones, donde pinta rostros compuestos con frutos del bosque.

Estaba en estos trajines cuando vino a mi memoria un cuadro de Guillermo Kuitca de su primera época: “Si yo fuera el invierno mismo”. Como se puede ver el texto es casi idéntico, Además lo usó para varios cuadros del '85 y el '86. Tal vez sea casualidad, y si no es nos podemos preguntar si se inspiró en el título de un cuadro de un pintor flamenco o en el libro de Piglia.
De todas maneras, en esa época los cuadros de Kuitca tenían unos títulos admirables como: “Nadie olvida nada” o “Idea de una pasión”. Era pintura desganada, casi torpe, pero que al mismo tiempo tenía densidad, porque representaban algo que todos respirábamos, que estaba en la atmósfera de la Argentina, pero que no se podía explicar con palabras.

Este asunto de los títulos me lleva inevitablemente hacia la digresión, hasta el tema de si los cuadros deben tener título o no.
Siempre he estado del lado de los que piensan que un buen título le agrega algo especial a una obra y uno malo puede llegar a neutralizarla. Está la tercera posibilidad, que es el “sin titulo”, lo malo de esta variante es que además de ser avara es que en las fichas técnicas figura escuetamente como “s/t”.
Dentro de esas alternativas hay toda una gama que van desde lo sencillo hasta lo grandilocuente. No hay recetas para titular una obra, pero siempre es mejor cierta austeridad. Una buena continencia literaria evita los epígrafes pretenciosos.
A veces los títulos son mejores que las obras, como en el caso del tiburón de Damien Hirst. La imposibilidad física de concebir la muerte para un ser vivo es casi un manifiesto pero el hecho de citar a Heiddegger le da un aire trascendente. En este caso, la obra, un pescado embalsamado, carecería de relevancia si no llevara semejante pensamiento adosado.

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lunes, 20 de abril de 2009

HE VISTO A BACON


Por Alicia de Arteaga
De la Redacción de La Nación

En la habitación 417 del hospital Rober, solo, con la única compañía de Mercedes, una hermana de las Siervas de María, Francis Bacon murió de un ataque cardíaco, en Madrid, el 28 de abril de 1992. Tenía 82 años. Al día siguiente, fue cremado sin pena ni gloria en el cementerio de la Almudena. El último amor lo había llevado a la capital española cuando su cuerpo, agotado tras una neumonía desatendida, dijo basta. Se llamaba José el ingeniero experto en finanzas, cincuenta años menor, que lo enamoró con su fina letra y modales aristocráticos tras la muestra de la Tate Gallery, en los años ochenta.

Francis Bacon ya era entonces un artista de culto, el único británico colocado por la crítica en el Parnaso de los grandes, a la altura de J. M. W. Turner (1775-1851), el inglés que vio la luz como nadie, y un escalón más arriba que Lucian Freud, nieto del padre del psicoanálisis y, quizás, su único discípulo. Bacon no tuvo maestros, pero en su altar pagano colocó en la cima a Velázquez, Goya, Cimabue, Poussin, Rembrandt y Giacometti. Escultores, sólo tres: Miguel Ángel, Rodin y Brancusi.

La retrospectiva del Prado inició su camino en la Tate de Londres y seguirá viaje al Metropolitan de Nueva York. Es un ambicioso proyecto, precrisis, que unió los esfuerzos públicos y privados con el apoyo financiero de Acciona, la empresa de José Manuel Entrecanales Domecq; del Patronato del Prado, presidido por el coleccionista Plácido Arango, con el impulso de Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, y de Alberto Luis Gallardón, su alcalde.

Las obras provienen, entre muchas notables procedencias, de la Tate Britain, del Pompidou, del Guggenheim de Nueva York, del Museo Thyssen, de la Fundación Beyeler, de la colección Hess de Berna, del Legado Francis Bacon y del MoMA de Nueva York, representado por la formidable tela llamada Painting , que Alfred Barr, director del museo fundado por los Rockefeller, compró en 1946. Está también, y es conmovedor, el homenaje a George Dyer Tríptico , mayo-junio 1973 , propiedad de la coleccionista suiza Esther Grether, principal accionista de Swatch. Esta mujer, de perfil bajísimo, como son los suizos por naturaleza, tiene en sus manos cuatro trípticos de los treinta que pintó el artista británico. El que se exhibe en el Prado fue adquirido por Grether en 1989 por 5,3 millones de dólares. La valoración económica de la obra del británico (ver pág. 9) corre pareja con su enorme influencia entre los jóvenes artistas y con el regreso de la pintura a los primeros planos. En realidad, nunca se fue, y su muerte, tantas veces anunciada, no se cumplió. Bacon resulta una figura incómoda en la narrativa del arte. Eligió reinterpretar la figuración en el contexto de las vanguardias seducidas por la abstracción. Fue un solitario de ambiciones radicales. Sin términos medios. Decía de su obra que estaba destinada a la National Gallery... o al tacho de basura. Ganó el primer destino.

La exposición ocupa las nuevas salas del Prado, ampliado según un proyecto de Rafael Moneo (Pritzker 1996) que extiende los pabellones hacia el monasterio de los Jerónimos en la mayor renovación estructural del museo que, con el Thyssen y el Reina Sofía, conforma el triángulo de las bellas artes de Madrid. Son más de 20.000 metros cuadrados para dar aire y espacio a las muestras temporarias y realzar la colección real, una pinacoteca singular y espléndida, formada sobre el gusto personal de los Borbones sin el carácter enciclopédico del Louvre, el British Museum o el Metropolitan. Esa expansión severa y austera con sus paredes color carne de melón es la cara opuesta de los museos firmados a la manera de Frank Gehry. No es perfecta, diría Michael Kimmelman, crítico de The New York Times , pero ¿qué lo es aparte de Velázquez?

Velázquez está en la matriz de la obra de Bacon. Su influencia se vuelve obsesión en la serie inspirada en el retrato del Papa Inocencio X, de las galerías romanas Doria Pamphili. Con esa obra tuvo Bacon una cita a la que nunca llegó en la primavera de 1954, camino de la Bienal de Venecia, donde compartió el pabellón de Gran Bretaña con Lucian Freud y Ben Nicholson.

La otra obsesión se llama George Dyer, el amante muerto por sobredosis en un hotel parisiense la noche previa a la inauguración de la gran retrospectiva del Grand Palais, en 1971. La tragedia le dio mayor credibilidad a sus pinturas, eran la expresión desolada del artista ateo obsesionado por la fragilidad de un mundo sin Dios. Aquella muestra fue su consagración y el cadalso del amante. Los laureles de la fama lo mimaban y repetía, un siglo después, el derrotero de J. M. W. Turner, último británico en colgar sus obras en las salas de Champs-Elysées. La de George Dyer es la historia íntima de un desencuentro, narrada en el film sobre la vida, o un tramo de la vida, de Francis Bacon. El amor es el demonio , dirigida por John Maybury, recrea la otra cara del artista con imagen de dandy que sólo tomaba champagne Krug. El Bacon de los amores perversos conoció a Dyer cuando entró por asalto en su taller. Fue, de inmediato, su amante y luego su modelo. En la muestra se ven fotos del amigo en todas las posiciones, junto a fotografías de Lucian Freud, John Edwards, Peter Lacey, amigos íntimos, modelos ocasionales. No se entiende el proceso creativo del británico sin ese collage de fotos, recortes de diarios, catálogos, imágenes de tiranos, animales rostros deformados que lo acompaña como una cohorte.

La pintura Bacon es la figuración después de la fotografía; pero sobre todo a partir del libro de Eadweard Muybridge sobre la figura en movimiento fechado en 1901. Tipo curioso, Muybridge era un fotógrafo inglés que se mudó a la costa oeste de los Estados Unidos y se hizo famoso tras fotografiar con un sistema mecánico el galope de un caballo y, al hacerlo, probar que en un momento dado los cascos de las cuatro patas estaban en el aire. La idea del movimiento inspira en Bacon el formato tríptico, la secuencia como una manera de prolongar la acción, la mueca, el grito.

Dyer tiene su sala Homenaje , esa serie desgarradora es la celebración post mórtem, el mea culpa al amigo muerto. En la vida pública, Bacon estableció siempre una distancia con su modelo y amante, no lo consideraba a la altura de sus modales artistocráticos y públicamente lo humillaba por su origen proletario, puro músculo y nada más. Ese desprecio explica por qué Bacon se habría negado a la presencia de Dyer en la inauguración de la muestra en el Grand Palais: hay que buscar allí la razón del último acto, la sobredosis, la muerte.

Manuela Mena es la curadora española de esta gran muestra itinerante que llega en el momento oportuno. No sólo para celebrar el centenario del nacimiento: es el momento en el que los jóvenes vuelven a pintar, a pesar de Duchamp y del arte conceptual. Hasta el díscolo Damien Hirst ha dicho que el último gran pintor fue Bacon. En su huella están artistas notables como Jenny Saville (Cambridge, 1970), pintora de la carne, de la desmesura y de enormes "paisajes corporales", integrante del grupo Young British Artists, capitaneado por Hirst y financiado por el publicista Charles Saatchi.

Experta en pintura del siglo XVIII, Mena ganó notoriedad mediática en los últimos tiempos por su lapidario informe sobre la autenticidad de El Coloso de Goya, que determinó que la pintura no era obra del autor de La maja desnuda . Es la autora también del sesudo prólogo del catálogo de Bacon, donde indaga en las relaciones del británico con la pintura de Velázquez y Goya. Conoció esa relación en carne propia. Acompañaba a Bacon en sus largas visitas al Prado, a fines de los años ochenta, cuando el británico volvió a descubrir Madrid, ciudad que conoció de paso en 1950, cuando iba rumbo a Tánger con su amigo Peter Lacey. De vuelta en la capital española, disfrutaba de los martinis del Bar Cock, de las tapas de La Trainera y, sobre todo, de su admirado Velázquez. Recorría el museo los lunes, a puertas cerradas. Cuenta Mena que observaba la materia de los cuadros como quien se recrea en la piel de un amante.

Como Velázquez, Bacon percibía el mundo que lo rodeaba en estado de descomposición; la metáfora es el cuerpo desguazado por su pincel bisturí. Pintor de la corte, Velázquez asistió al derrumbe del Imperio y Bacon pintó su tríptico de la Crucifixión meses antes del fin de la Segunda Guerra Mundial.

La visita al Prado para ver a Bacon es un acto impiadoso. Un recorrido sin tregua por sus íntimas obsesiones. Abre la exposición Tres estudios para figuras al pie de una Crucifixión , que Bacon expuso en abril de 1945 en la galería Lefevre, en New Bond Street, un mes antes del suicidio de Hitler y del descubrimiento de los campos de exterminio nazi. ¿Cuánto del horror está impreso en esas fauces hambrientas con las piezas dentarias al descubierto, el cuello extendido que en la tensa torsión no se sabe si es de un animal o de un ser humano? En la sala siguiente, el papa aullador inspirado en el Inocencio X, de Velázquez, atrapado en su cárcel de cristal, es una mancha surgiendo de la oscuridad, un ectoplasma carnívoro, como lo llama Robert Hughes, con reminiscencias de Grünewald y del grito desesperado de la película El acorazado Potemkin . En la tela congela el grito que todavía se oye. La operación pictórica de Bacon es volver a los clásicos para desarticularlos, los despanzurra como una pieza de caza y se ensaña con ellos con la misma ferocidad que lo hizo con sus relaciones más íntimas. Pintaba con la resaca de una noche de excesos, temprano por la mañana, con el peor de las ánimos y la mejor luz de su taller de South Kensington.

Francis Bacon nació en Dublín el 28 de octubre de 1909. Segundo de los cinco hijos de Edward y Cristina, ingleses protestantes. Su padre, veinte años mayor que su madre, era un entrenador de caballos de carrera, ex militar, rudo en las formas y en el mando, que condenó a su hijo a un destino itinerante: todos los años una nueva casa, una nueva mudanza. Temprano en la vida lo marginó del entorno de los afectos tras haberlo descubierto, a los 16 años, vestido con la ropa interior de su madre. Lo echó de la casa. El joven se fue a Berlín en un itinerario de excesos que marcaban el inicio del destino del outsider, según lo definió John Russell, crítico de The New York Times , que lo conoció como nadie. Sobrevivió como pudo, con dinero que le enviaba su madre y con los magros ingresos de acompañante de caballeros que contactaba por avisos en los diarios.

Ni una casa ni una escuela ni una patria. Fue diseñador de muebles, émulo menor de Le Corbusier, obsesionado por la belleza y las cuestiones estéticas que siguen presentes en su pintura, alfombras búlgaras, muebles tubulares, fondos lisos, escenográficos y riesgo asumido en el uso del color. Un esteta hasta en la elección de cubrir sus pinturas con un vidrio y crear así una distancia con el espectador, la pintura convertida en objeto vuelve distante la materia más cercana, la carne.

Autodidacto, se sabe poco de lo que pintó antes de 1944. El disparador, el click mental, fue una muestra de dibujos de Picasso que vio en la galería de Paul Rosenberg. Desde entonces la pintura fue el refugio, la tregua tras los ataques de asma, combatidos desde que era un chico con morfina. Se ató al caballete como a un madero. Si no hubiera sido asmático, no habría pintado. Y si no hubiera sido pintor "habría sido delincuente", ha dicho Bacon.

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